Ted Ngoy era un estudiante de secundaria en Nom Pen, Camboya, cuando vio por primera vez a Suganthini Khoeun, la hija de un alto funcionario.
“Era tan hermosa… No podrías encontrar ninguna mujer más bonita que ella”, recuerda.
Todos los chicos de su escuela estaban enamorados de ella y como él era solo un pobre chico de un pueblo cercano en la frontera tailandesa, sentía que no tenía ninguna posibilidad.
“Ella era poderosa, como una princesa real”, explica. Y estaba siempre escoltada.
Pero luego descubrió que la pequeña habitación donde él se alojaba, en el cuarto piso de un bloque de apartamentos sin ascensor, tenía vista a la villa donde vivía Suganthini. Y vio una oportunidad.
Todas las noches, se sentaba junto a su ventana abierta y tocaba la flauta. La madre de Suganthini dijo que quienquiera que estuviera tocando debía estar enamorado.
Una noche, vio a la joven en su balcón y decidió que era hora de hacer su jugada. Escribió una nota diciéndole que vivía en el edificio de enfrente y que tocaba la flauta. Envolvió la nota con una piedra y la arrojó.
Su gesto no fue correspondido durante días. Pero entonces uno de los sirvientes de Suganthini apareció en su puerta con una respuesta: “Te agradezco que toques la flauta. Es tan asombroso, tan conmovedor”.
“Y luego comenzamos a escribirnos, llevando y recibiendo mensajes”, dice Ted.
“¿Qué pasa si decido visitar tu habitación?”, le escribió un día.
“Bueno, ten cuidado, si no saltas a mi habitación, saltarás a la habitación de mi madre”, le respondió ella.
Pensó que Ted estaba bromeando, pero iba en serio. A pesar de que los guardias de seguridad estaban armados y había perros, una noche lluviosa se trepó a un árbol, pasó por encima del alambre de púas y entró por la ventana del baño.
Se arriesgó y abrió la puerta de un dormitorio, y allí estaba Suganthini, profundamente dormida. La despertó y estaba a punto de gritar por ayuda, cuando se dio cuenta de que era su compañero de clase.
“¿Qué estás haciendo aquí?”, le preguntó.
“Bueno, es porque me he enamorado de ti”, respondió él.
“¿Pero qué haremos en la mañana? Tengo que ir a la escuela”.
“No te preocupes, me esconderé debajo de tu cama”. Y eso hizo.
Suganthini le llevaba comida de contrabando por la noche y después de muchos días dijo que también lo amaba. Hicieron un pacto. ser fieles por siempre. Se escondió en su habitación durante 45 días hasta que lo descubrieron.
La familia de Suganthini insistió en que Ted rompiera con ella, que le dijeran que no la amaba. Hizo lo que le dijeron, pero luego sacó un cuchillo y se apuñaló, pues dijo que preferiría morir antes que vivir sin ella.
Mientras se recuperaba en el hospital, Suganthini también atentó contra su vida. Ante tal determinación, su familia permitió que los jóvenes enamorados estuvieran juntos.
“Es una historia loca, pero es verdad”, dice Ted, ahora de 78 años. “Era un amor verdadero”. Pero también admite que era consciente de que conquistar el corazón de Suganthini envolvía la promesa de una vida mejor.
Refugiados y sin empleo
La pareja se casó y formaron una familia. La vida fue buena hasta que estalló la guerra civil de Camboya, en 1970, entre el gobierno y la organización comunista jemeres rojos, dirigidos por Pol Pot.
El general Sak Sutsakhan, cuñado de Suganthini, le ofreció a Ted un puesto como oficial de enlace en Tailandia, pues el hombre hablaba cuatro idiomas. Al adquirir instantáneamente el rango de mayor, Ted y su joven familia se mudaron a Bangkok y todos los meses viajaba a Camboya para cobrar el salario de sus soldados.
Pero la situación en casa era cada vez más peligrosa y en su último viaje, en abril de 1975, la capital fue tomada. Ted logró escapar en el último vuelo desde Nom Pen, pero los padres de Suganthini se quedaron atrás. Más tarde descubrió que estuvieron entre los primeros en ser ejecutados por los jemeres rojos.
El mes siguiente, el presidente de Estados Unidos, Gerald Ford, insistió en que su país debería recibir a 130.000 refugiados de Vietnam y Camboya. Dijo a los críticos: “Somos un país construido por inmigrantes de todas las zonas del mundo y siempre hemos sido una nación muy humanitaria”.
Ted y Suganthini vendieron todo lo que tenían y llegaron a California en uno de los primeros vuelos de refugiados, con sus tres hijos, un sobrino adoptado y dos sobrinas.
La familia fue alojada en un campo de refugiados construido apresuradamente en una base de entrenamiento de la marina, Camp Pendleton. Para poder salir del campamento y encontrar trabajo, necesitaban un patrocinador estadounidense que les encontrara un trabajo y un lugar donde vivir.
Durante semanas, vieron a otras familias irse, hasta que finalmente ellas también fueron patrocinadas por un pastor de una iglesia en Tustin, a unos 50 km al sur de Los Ángeles.
Ted trabajaba como conserje de la iglesia, pero pronto se dio cuenta de que ganar $500 al mes no sería suficiente para mantener a su familia. Con el permiso del pastor, salió y consiguió dos trabajos más, como vendedor de 6:00 p.m. a 10 p.m. y auxiliar en una gasolinera de 10 p.m. a 6:00 a.m.
A un lado de la estación de servicio había una tienda de donas llamada DK Donuts. Olía delicioso y cuando probó uno por primera vez le recordó algo de casa: un pastelito frito, también circular, llamado nom kong.
“Me puso nostálgico”, dice Ted.
Trabajar hasta 17 horas al día
En las noches, veía a la gente comprando café y donas y se dio cuenta de que era un buen negocio. Una noche le preguntó a la mujer del mostrador si ahorrar US$3.000 sería suficiente para comprar una tienda de donas.
Le dijo que estaría tirando su dinero. En cambio, le contó sobre un programa de formación dirigido por la cadena de donas Winchell’s. Ted se convirtió en su primer aprendiz originario del sudeste asiático.
“Aprendí a hornear, a ocuparme de la nómina, la limpieza, las ventas, todo”, dice. Uno de los trucos que dominó fue hornear donas en lotes pequeños durante el día para mantenerlas frescas. Y porque el olor a horneado era la mejor forma de publicidad.
Cuando completó su entrenamiento de tres meses, Winchell’s le dio una tienda para que la manejara en Balboa Pier, un lugar turístico en la península de Newport, no lejos de Tustin.
Suganthini se convirtió en la cara detrás del mostrador, a pesar de que apenas hablaba inglés. Ted horneaba mucho por la noche, con su hijo menor, Chris.
Ahorraron dinero de donde pudieron, incluso lavando y reutilizando agitadores de café, hasta que Winchell los reprendió.
Una vez hubo un exceso de cajas de donas rosas que Ted compró a menor precio. Las cajas rosas se convirtieron en su marca registrada.
La familia trabajaba de 12 a 17 horas al día, con todas las manos disponibles. El fin de semana, los hijos mayores, Chet y Savy, que entonces tenían 9 y 8 años, respectivamente, ayudaban sirviendo café, empacando donas y plegando cajas. Durante la semana iban a la escuela, donde a veces tenían tanta hambre que robaban bocadillos de las loncheras de otros niños.
En un año, Ted había ahorrado lo suficiente como para hacer el depósito de una segunda tienda de donas, una tienda “familiar” llamada Christy’s.
Una vez más, Suganthini fue el rostro amistoso que da la bienvenida a los clientes y cuando se convirtió en ciudadana estadounidense tomó el nombre Christy como propio.
Un éxito total
Después de un año de tener dos tiendas, habían ahorrado US$40.000 y Ted decidió expandirse. Compró una tienda de donas más grande y se ofreció a alquilar la Christy’s a una familia de refugiados camboyanos. Los entrenó y les entregó las llaves.
Ted comenzó a buscar más tiendas de donas para comprar y alquilar a otros refugiados. “Usar dinero para mantener a otros es un sentimiento tan poderoso como cualquier droga”, decía.
Trabajando tanto, Ted y Christy sabían muy poco sobre lo que estaba sucediendo en Camboya, pero lo que escucharon fue malo. Lloraron y oraron por la familia que habían dejado atrás.
Bajo el liderazgo de los jemeres rojos de Pol Pot, la gente se vio obligada a trabajar en granjas comunales y quienes tenían dinero o educación fueron torturados y asesinados. Durante 4 años, casi dos millones de camboyanos fueron ejecutados o murieron de hambre, enfermedades y fatiga.
En 1978, las tropas vietnamitas efectuaron una invasión y en 1979 Pol Pot fue derrocado, lo que provocó otra ola de refugiados camboyanos al exterior. Los padres y las hermanas de Ted cruzaron la frontera hacia Tailandia, y Ted recibió una llamada de la embajada de EE. U. preguntando si los patrocinaría para que vivieran en EE.UU.
Naturalmente, aceptó y puso a sus hermanas en tiendas de donas.
Cada vez más parientes se presentaban en busca de patrocinio: “Algunos de ellos eran primos, tíos, sobrinas”, recuerda Ted.
“Pero muchos de ellos no eran parientes, simplemente vivían en el mismo pueblo o escucharon mi nombre. Creo que no tiene nada de malo que mientan a la embajada porque todos necesitan una oportunidad para sobrevivir. Así que lo hice. Tantos como pude”.
A lo largo de los años, Ted y Christy patrocinaron a más de 100 familias, a menudo acogiéndolas antes de instalarlas en casas, darles préstamos y ofrecerles tiendas de donas. Ted animó a otros a hacer lo mismo. “Se extendió como fuego en la colina, muy rápido”, dice Ted.
Los camboyanos trabajaron duro, y como toda la familia participaba, no tuvieron que pagar ningún salario. Proporcionó un camino para que los refugiados se asentaran y fue un modelo de negocio rentable.
Finalmente, los camboyanos fueron dueños de tantas tiendas de donas en California que dominaron el mercado, empujando a Winchell’s al segundo lugar.
Es algo por lo que Ted se siente un poco mal: “Son una buena compañía y les debo gratitud”, dice. “La gente de Camboya les debe mucho”.
En 1985, 10 años después de llegar a los Estados Unidos como refugiados, Ted y Christy eran millonarios y tenían alrededor de 60 tiendas de donas.
Ted se hizo conocido como el Donut King, o el “rey de las donas”, debido a los muchos inmigrantes camboyanos que había patrocinado. La pareja tenía coches de lujo, compró una mansión de US$1 millón con piscina y ascensor y se iban de vacaciones al extranjero.
“Logré mi sueño americano”, dice Ted.
El despilfarro por un vicio
“Estábamos felices, hasta que el juego vino a arruinar mi vida. El juego es la parte más triste de mi vida“.
Su caída se dio en Las Vegas.
Las primeras veces que él y Christy visitaron los casinos, todo salió bien: vieron un espectáculo de magia, conocieron a Elvis. Pero luego Ted entró a las mesas de blackjack y pronto se enganchó con el glamour y la adrenalina.
“Antes nunca había jugado, pero como todos los jugadores compulsivos del mundo, primero arrojas un par de dólares, US$10, US$20. Cuando pasa el tiempo, se te mete en la sangre y simplemente no puedes sacarlo”, dice.
Debido a que era un gran apostador, los casinos lo alojaron en suites de US$2.000 la noche y le ofrecieron boletos VIP para los mejores espectáculos.
Comenzó a quedarse en Las Vegas durante días, perdiendo US$5.000 o US$7.000 por juego y descuidando a su familia y su imperio de donas.
“No tuve tiempo para ocuparme del negocio, así que el negocio se fue a pique. No tuve tiempo para expandirme. Eso era un desastre”, dice.
Christy lo buscaba en los casinos, con los niños. Ted recuerda haberse escondido de ella detrás de las máquinas tragamonedas. Siempre que ganaba, la familia se regocijaba con él. Cuando perdía, se enfurecía y rompía puertas, muebles y alteraba a los niños.
Luego volvía a Las Vegas a intentar recuperar lo que había perdido. “Cuanto más los persigues, más desaparece”, dice en un nuevo documental sobre su ascenso y caída, llamado The Donut King. “[El juego] es un demonio, es un monstruo. Es un monstruo en mí”.
Christy siempre lo perdonaba, pero se corrió la voz de que ya no se podía confiar en Ted. “Me convertí en un hombre muy, muy malo y pedí dinero prestado aquí y allá”, dice.
Algunas de las personas de las que pidió prestado fueron a las que había alquilado tiendas de donas. Cuando perdía su dinero, simplemente les entregaba las llaves de la tienda, sin decírselo a Christy, cuya firma falsificó.
Trató de controlar su hábito. Se unió a Jugadores Anónimos, pero regresó a las mesas en poco tiempo. “Ahí llora uno y todo el mundo llora… Después de llorar, vuelves a apostar”, dijo una vez en una entrevista.
Dos veces se unió a un monasterio budista. Se afeitó la cabeza y pasó tres meses descalzo en Tailandia. Pensaba que volvía demacrado y renovado. Pero a las pocas semanas estaba de regreso en un avión a Las Vegas.
“Es imposible explicar que el dinero no tuvo nada que ver con eso. Yo era adicto a un sentimiento y el dinero era simplemente la aguja que administraba la dosis tóxica”, escribe en su autobiografía, también llamada The Donut King.
Finalmente, él y Christy se quedaron con una sola tienda de donas, que decidieron vender. Su hijo menor, Chris, los llevó a recoger el dinero, pero todo salió muy mal.
Al conducir con US$85.000 en efectivo en el maletero del auto, fueron detenidos por la policía; se habían atrasado con los pagos, por lo que el coche apareció como robado.
Los tres fueron llevados a la comisaría, pero estaban demasiado asustados para mencionar el dinero en efectivo en el maletero. Cuando fueron liberados, el efectivo había desaparecido.
“Es una historia muy, muy triste”, dice Ted.
De vuelta a Camboya
En 1993, Ted y Christy regresaron a Camboya. Habían perdido su hermosa casa y su cadena de tiendas, pero aún tenían suficiente dinero para vivir cómodamente. Ted ahora tenía una nueva pasión: la política.
Camboya estaba teniendo sus primeras elecciones democráticas desde la guerra y él quería postularse para el cargo y ayudar a reconstruir su país. Además, pensó que como político no podría apostar: “Si necesito el voto, no puedo apostar. Si la gente se entera de tu mala reputación, la gente no vota por ti. Así que decidí cambiar”.
En el apogeo de su éxito en Estados Unidos, había sido un republicano apasionado y un entusiasta recaudador de fondos para ese partido. Se había entrevistado con el expresidente Richard Nixon y los presidentes Ronald Reagan y George H.W. Bush.
Así que nombró a su propia organización como Partido Republicano de Libre Desarrollo.
Pero el nombre era engañoso. Llevó a muchos votantes a asumir, incorrectamente, que estaba en contra de la familia real de Camboya y perdió la contienda por un escaño. Sin embargo, fue invitado a convertirse enasesor del gobierno en comercio y agricultura.
Camboya era pobre y estaba subdesarrollada después de años de guerra. Inspirado por el éxito económico de Taiwán, Ted decidió presionar a Estados Unidos para obtener el estatus de “nación más favorecida” (NMF), lo que abriría la puerta a la inversión extranjera.
“Gasté alrededor de US$100.000 de mi propio dinero, mi tiempo, mi todo”, dice. Presionó a sus contactos en el círculo íntimo republicano, incluido el senador John McCain, y el estatus de NMF fue otorgó permanentemente en 1996.
Mientras Ted estaba inmerso en la política camboyana, Christy voló a Estados Unidos por el nacimiento de un nieto. Mientras no estaba, Ted tuvo una aventura. Y ella, devastada por la ruptura de su pacto, solicitó el divorcio.
En lo más bajo
Para 2002, Ted estaba arruinado.
Había gastado todo su dinero en la política, así como en un intento fallido de introducir un nuevo tipo de arroz híbrido, que creía que mejoraría las ganancias. Luego, tras pelearse con un poderoso rival político, temió por su vida y huyó a Estados Unidos.
Aterrizó en Los Ángeles con menos de US$100 en el bolsillo, todo el dinero que le quedaba. Su familia no quería verlo y nadie le ofreció trabajo, ni siquiera para hornear rosquillas.
Perdió el respeto de su familia y comunidad. Fue una experiencia humillante y el punto más bajo de su vida.
“Muchas veces traté de suicidarme porque me odiaba a mí mismo. Y luego odiaba el juego y luego odiaba mi trato tan malo a Christy, a mis hijos, por el juego, así que me odiaba a mí mismo”, dice.
Vivió de iglesia en iglesia hasta que una anciana camboyana le permitió vivir en el porche cubierto de su casa móvil.
“Si necesitaba ducharme, llamaba a la puerta, ‘Señora, ¿puedo ducharme?’ Y me dejaba entrar. Luego, cuando la cena estaba lista, llamaba a la puerta y yo abría para cenar”, recuerda.
Los domingos iba a la iglesia donde su hijo era pastor y participaba en estudios bíblicos. Ted se volvió profundamente religioso.
Aún sin un centavo, después de casi cuatro años de exilio, Ted voló de regreso a Camboya. Sin hogar, se mudó a la ciudad costera de Kep, en el Golfo de Tailandia. No tenía forma de ganarse la vida hasta que un contacto chino le pidió que lo ayudara con un negocio de bienes raíces. Ted negoció bien y obtuvo una buena comisión.
Siguieron más acuerdos de tierras y de nuevo se hizo millonario. Se volvió a casar y tuvo cuatro hijos más; los dos más pequeños todavía están en la escuela.
Mantuvo un perfil bajo hasta que la cineasta de Los Ángeles Alice Gu se puso en contacto hace un par de años. Hija de inmigrantes, sentía curiosidad por saber por qué las tiendas de donas de California son de camboyanos y por qué había tantas.
En buena parte de Estados Unidos hay un promedio de una tienda de donas por cada 30.000 personas; en Los Ángeles, hay una por cada 7.000 personas. Y de las 5.000 independientes de California, en la actualidad, alrededor del 80% siguen siendo camboyanos, explica.
“Esta historia arroja luz sobre los refugiados de una manera positiva, sobre lo que sucede cuando se les da una oportunidad”, dice.
“En última instancia, esta es la historia de un tipo que llegó al país sin nada, y con algo de ímpetu, sueños y un poco de suerte, realmente se consiguió una vida encantadora”.
Una que luego desperdició.
“Me perdonaron totalmente”
A Gu le resultó difícil convencer a Ted de que regresara a California para la filmación. Había quemado muchos puentes y en ese momento sus hijos apenas le hablaban. “Tenía miedo de ser rechazado y sentirse solo, ¡pero lo obligué!”, explica la cineasta.
Al final, filmar el documental fue una experiencia curativa para Ted.
Aunque todavía hay cierto resentimiento hacia él en la comunidad camboyana, cuyo dinero ganado con tanto esfuerzo se fue al vicio del juego, también es venerado por muchos.
Disfrutó conocer a las nuevas generaciones de vendedores de donas que están innovando e inventando nuevos sabores. También se disculpó con muchos a los que lastimó.
Lo más importante es que ese viaje le permitió enmendar las relaciones con Christy, que ahora se ha vuelto a casar. También con sus hijos mayores.
“Me perdonan totalmente. Mil veces les dije que lo sentía mucho. Cada vez que los veía les decía: ‘Lo siento hijo, lo siento hija, lo siento Christy’. Si pudiera regresar el tiempo, lo haría. No puedo cambiar el pasado, pero aprendí de la manera más dura”, explica.
Se comunica con ellos casi todos los días: “Todo el mundo está feliz de verme ahora, porque pasé de ser un tipo malo a uno bueno”.
Ted ahora ve que los mismos rasgos de carácter que lo hicieron tomar riesgos audaces en la vida también le facilitaron caer en el juego.
“Es la forma más pura de tomar riesgos, la ansiedad destilada y la emoción detrás de cada decisión comercial y declaración de amor audaz”, escribe en su autobiografía.
Le da crédito a su fe cristiana por haber curado finalmente su adicción al juego, aunque confiesa que le gustaba apostar en los partidos de fútbol hasta el año pasado.
“Por eso quiero decirle al mundo: ‘No a las apuestas’. Cuando te relacionas con el juego, tu vida se acaba. Terminarás destruyendo a toda la familia y no tendrás más relación con el mundo, se acaba todo. El juego es un demonio”, dice.
Pero al final pudo superarlo: “Nunca retrocedo. Nunca me doy por vencido. Nunca me rindo. Incluso en el juego. Me tomó más de 40 años. Pero aun así gané. Al final, gané”.